jueves, 25 de octubre de 2012

Capitulo 4: Liberar a los pichones (Parte 1)

Sonó el despertador, cuarenta y cinco minutos antes de lo habitual. Sindulfo miró hacia la cama de Toropichón, pero éste ya estaba frente al tocador. Tenía la mirada perdida en el suelo. Estaba doblando un pañuelo azul jaspeado con motivos taurinos, para ponerlo alrededor de la cabeza, sujeto por un nudo mariposa apretado con ambas manos a la parte trasera. Esta mañana se había puesto un maquillaje tétrico más acorde para una fiesta gótica, que para ir a catar las vacas. A Sindulfo le daba miedo mirarle a los ojos, y eso que parecía un oso panda. Ni siquiera intercambiaron una palabra. Ambos sabían lo delicado del asunto que se traían entre manos. Recogieron cuatro cosas de primera necesidad, tales como ropa de abrigo, dinero que habían juntado, una pequeña "yurta mongol" para tres personas y la documentación personal.
Sindulfo iría temprano a desayunar para charlar un poco con Zacarías y ver si podía coger algo de comida, mientras éste no mirase. Toropichón, como era más dormilón, se esperaba que fuese a desayunar cuando el resto de los monjes; pero esta vez, mientras se suponía que estaba en la cama, iría a esconder el petate en el interior de un tronco seco que tenían localizado en el bosque; también se llevaría a Furiatu, para que protegiese la mercancía en su ausencia.
Zacarías estaba de muy buen humor esa mañana. El sol brillaba en lo alto, habían cogido a los ladrones y Dios les había bendecido con un jabalí que cocinado a fuego lento con sus patatinas, le haría olvidar el cochinillo perdido del día anterior. Enseguida iniciaron una animada conversación (después de haber echado pestes durante algunos minutos por el asunto acaecido víspera). Cada vez que Zacarías se giraba para controlar el pan del horno, Sindulfo aprovechaba para coger una pieza de fruta, de pan, o de lo que fuera. Llevaba puesto el delantal de San Martín, de cuando hacían la matanza, con la disculpa de si tenía que ayudar a despiezar el jabalí, pero su intención no era más que aprovechar el doble fondo de éste para esconder la comida. Tras una hora de conversación y haber ayudado a preparar la mesa para el desayuno, Sindulfo se despidió de Zacarías con un fuerte apretón de manos que le dejó perplejo. Le echaría de menos, había sido como un padre y un amigo para él durante esos años, quizá más que Don Genaro. En el fondo tenía un sentimiento de culpabilidad por aprovecharse de la confianza del monje. Sintió cómo sus ojos se le humedecían y la boca se le secaba, salió rápido de la cocina en dirección al establo. Antes, pasó por la garita donde estaban los mellizos y aprovechó a tirarles por el ventanuco una manzana y un trozo de pan duro. El golpe de la manzana contra el cuenco de agua sobresaltó a los hermanos que seguidamente se abalanzaron sobre la comida.
Corrió tan rápido como pudo para llevar la comida hasta el tronco seco del bosque, cruzándose con Toropichón en las inmediaciones del convento que ya se dirigía muerto de hambre a desayunar. Todo estaba listo y el Comisario, en camino. Ambos asintieron al verse, sin detenerse.
A eso de las once de la mañana se presentó Don Leocadio, el Comisario del pueblo. Don Genaro salió a recibirle. Era un placer la rapidez con la que se había desarrollado todo. Sacó a los presuntos ladrones de la garita, los encadenó a una barra de hierro fijada a la parte trasera del carro tirado por el percherón negro azabache.
- Don Genaro, ya sabe que siempre estoy a su disposición. 
- Es toda una tranquilidad saber que estos malnacidos no volverán a robar a nadie durante un tiempo. ¡Ay Leocadio, si les pillo, les doy con el cepillo!
- Tiene mi palabra de que todo el peso de la justicia recaerá sobre este par de desagradecidos. Además, robar la comida a los sirvientes de Dios y en su propia casa, tiene un agravante de condena y con suerte, este par de bichos, no volverán a ver la luz del día hasta que refloten el Titanic.
- Da gusto oirle Comisario.
Los mellizos se miraron asustados. Nico se preguntaba, cómo habían llegado a esa situación. El Titanic hundido. Pero si era el barco más avanzado de la época. Nica empezó a sollozar pero Nico no pudo arrimarse para consolarla, la cadena era demasiado corta. En vez de eso empezó a pensar formas posibles de reflotar el Titanic: poner un arneses a varias ballenas para remolcar el barco hasta la costa; enganchar el casco a un iceberg y remolcar éste hasta un astillero, ...
- Que Dios le bendiga. Puede ir en paz.
- Gracias padre. ¡Arre, Marcial!
Toropichón estaba presente en el patio viendo toda la parafernalia que se había montado en torno al carro del Comisario. Aprovechó un descuido, justo cuando todos miraban cómo encadenaban a Nico y a Tina, para inyectarle al caballo una dosis de 15 mg de propofol, un anestésico animal que se solía usar con las bestias cuando sufrían algún accidente grave, y que Toropichón siempre llevaba en su riñonera porque hacía las mismas funciones que el botox. Escapó corriendo antes de que partiese Don Leocadio, para conseguir la ventaja que necesitaba y así poder llegar a su posición según el plan.
Mientras, Sindulfo había montado en el camino un tenderete con un letrero en el que se leía "¡Mira que Melón!". El Comisario debía de pasar por allí a eso de las doce y lo tenía todo preparado. Había distribuido toda la fruta sustraída al bueno de Zacarías en un mantel. Es verdad que no había ningún melón, pero que se le iba a hacer. No todos los planes salían perfectos.
Toropichón logró alcanzar su meta y esperaba sentado al borde del camino el paso del Comisario. Estaba nervioso, siempre le había gustado el mundo de la interpretación, pero nunca lo había hecho. Eran los nervios típicos del día del estreno. A lo lejos vio cómo se acercaba el carro tirado lentamente por el caballo dopado y escuchó a Don Leocadio maldecir contra la "pereza" mostrada por el pobre corcel. Salió a su paso dándole el alto.
- ¡So, caballo! - Gritó el Comisario.
- Buenos días Señor, ¿está contento con el seguro de su carro?
- ¿Ein?
- Pues eso, ¿hace cuanto que tiene el seguro?, ¿Sabe que con Rutalia le hacemos una revisión gratuita de 20 puntos críticos de su carro, incluido control de niveles?
- Vamos a ver, deje que le explique. En primer lugar, esto es un carro oficial y es de Renting, por lo tanto no necesito revisiones extra. Y en segundo lugar, el estado anímico que puedo tener con mi seguro es un asunto que a usted no le interesa ni lo más mínimo.
- Eh, relájese. Yo solo soy un comercial que se gana la vida honestamente vendiendo pólizas de seguros. Además, veo que su caballo tiene problemas y claro, sería una pena que no tuviese contratada la asistencia en viaje.
Don Leocadio se relajó al descubrir la verdad de lo que decía aquel esperpento vestido de Rambo.
- Pues, la verdad es que estoy teniendo problemas. Por lo visto Marcial se ha levantado perezoso.
- ¿Ha probado a darle algo de fruta fresca?. El azúcar suele dar una fuente de energía extra, quizá lo suficiente para llegar hasta donde se dirija.
- Ya pero, ¿dónde demonios encuentro fruta en mitad de la nada?. A buen ritmo, el pueblo más cercano está a dos horas de camino.
- Espere. Mire, creo que a menos de un kilómetro tiene un puesto ambulante de fruta fresca. Yo puedo quedarme vigilando su carro; además, también soy susurrador de caballos y, está feo que lo diga pero, muy bueno.
- ¿El qué? ¿un vendedor ambulante en mis dominios?. Está bien, volveré en menos que canta un gallo, que siempre me sonó raro porque los gallos solo cantan al amanecer, pero bueno. Ah y vigile que ese par de mendrugos no intenten nada raro.
- Puede estar tranquilo. No les quitaré el ojo de encima.

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